Un tema que siempre me ha preocupado es el de la buena gestión de los recursos sanitarios. He sido testigo del abuso de la sanidad. Por desgracia no he sido testigo de tantos que han empleado su sentido común para resolver problemas banales de una forma mucho más eficiente.
Estamos abriendo un nuevo hospital. Me atrevería a decir que durante dos semanas he sido testigo de lo que debería ser una urgencia pediátrica. Acudían muy pocos niños y todos con motivo.
¿Cuál era la causa? El desconocimiento de la población de que el hospital ya estaba en funcionamiento. De forma que los que venían eran, en su mayor parte, pacientes remitidos desde Atención Primaria.
No me atrevería a decir que todos venían graves, pero sí que todos venían con motivo.
Pero ya se ha terminado ese sueño. Ya casi todos saben que el hospital está abierto y han empezado a venir a la urgencia pediátrica por cualquier motivo. Y, por supuesto, ya están los repetidores.
Cuando voy a llamar a un paciente a la sala de espera y le veo correteando os prometo que hago un verdadero esfuerzo por sonreír.
Ya acuden como siempre: a pedir la segunda opinión por el mismo proceso, a hacer un chequeíto antes de salir de vacaciones, a consultar por una fiebre que debería ver su pediatra...
Pero no me sulfuro. Más hospitales no significan mejor asistencia (y estoy tirando piedras contra mi propio tejado). Siempre me hicieron gracia los comentarios de que los recortes no afectarían a la calidad de la asistencia. Si así fuera quedaría claro cuánto holgazaneábamos.
Está claro que la buena utilización de los recursos sanitarios es algo complejo. Y, como con tantas otras cosas (léase crisis) la ética del que da el servicio y del que acude a él tiene mucho que ver con el buen uso.
Nos metimos en esta crisis por falta de ética. ¿Quieren hacerme creer que para salir de ella se va a recuperar la ética? ¡Uf! No sé...
Siempre que me planteo estas cosas la respuesta se me antoja muy sencilla: la clave está en la familia. Si la familia funciona no hay crisis, y se acude a la urgencia con motivo.
Qué simplón, ¿no? Y qué deslabazado. La falta de práctica.
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