Hace unos días falleció una niña búlgara tras ser diagnosticada de gastroenetritis. Había oído la noticia, pero hasta hoy no me había detenido a leerla.
Entre los comentarios que hacen los lectores a la noticia me ha llamado especialmente la atención uno que decía: "¿Alguien podría explicarme como puede ser que una atención sanitaria con resultado de muerte puede considerarse una actuación correcta? Yo, sinceramente, creía que para ese resultado solo podía atribuirse el calificativo de CORRECTO a la pena de muerte".
Es cierto que también hay algún comentario sensato, pero la mayoría han alimentado el desánimo que últimamente padezco.
En este mundo que vivimos, que nos ha tocado vivir, no aceptamos el dolor, ni su máxima expresión (y menos en un niño): la muerte.
Recuerdo un día, de guardia en el hospital. Eran las cuatro de la madrugada. Me llama la enfermera: ha llegado el control de los análisis de Fulanito. Había venido por vómitos y estaba en la observación con sueroterapia intravenosa. No había mucho cambio con respecto a los anteriores, pero me gusta levantarme cuando me llaman de guardia para comprobar personalmente las cosas.
Mientras revisaba los análisis se oye al niño, a lo lejos, quejumbroso. Y en unos segundos el grito de la madre: ¡mi hijo, mi hijo! Salimos corriendo y me encontré al niño, de unos tres años, pálido, sin movimientos respiratorios y en bradicardia extrema. Iniciamos inmediatamente las maniobras de reanimación, pero a pesar de nuestros esfuerzos, y ante nuestra sorpresa, no devolvían la vida a ese niño. Su corazón se paraba por momentos y todos los médicos y enfermeras que estuvimos allí, y que os prometo que hicimos todo lo posible, no lo conseguimos. A los treinta minutos sin respuesta, y con dificultad para aceptar el destino, dejamos de reanimar al niño. Había muerto inexplicablemente.
Tras su muerte momentos de silencio, nos mirábamos unos a otros. Una enfermera, más joven, llora. Yo me resisto a aceptar el destino. Y tras unas horas, cuando empiezo a aceptar la realidad, también lloro. Y siempre te queda esa pregunta: ¿podría haber hecho yo algo para que no hubiera muerto? Entonces te das cuenta de que la vida es en ocasiones cruel, y difícil de aceptar. Y a mí me costó aceptar no haber sido capaz de salvar la vida de ese niño. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que yo no soy Dios. Y que hay cosas que se escapan a mi conocimiento. Y he llegado más lejos: he aceptado que por mi ignorancia y mi condición de ser humano puedo equivocarme. Y que de mis equivocaciones pueden derivarse resultados trágicos. Pero esto sólo me lleva a procurar tener siempre mis conocimientos al día, y luchar enérgicamente por poner todo de mi parte para que estas cosas no ocurran. Y aquella vez puse todo de mi parte, y ya sabéis el final.
Al mes conocí el resultado de la autopsia: una miocarditis fulminante había acabado con la vida de aquel pequeño. Poco se podía hacer.
Ante la muerte inesperada hay una necesidad urgente de buscar responsables, de atrapar al asesino. Entiendo que son situaciones muy duras y difíciles. Pero también es necesario esforzarse por aceptar algo que entiendo que es inaceptable, como que se te pueda morir un hijo. Y si es imposible de aceptar, al menos, tratar de no buscar siempre desaforablemente culpables, que aunque infinitamente menos, también sufrimos ante situaciones como ésta.
4 comentarios:
Ciertamente, durante las guardias o en la consulta, lo que más puede "doler" (hacer daño) a un médico es que piensen que no existe implicación alguna con aquellos a los que vemos. De algún modo el paciente y el médico estamos en la misma trinchera siendo desolador descubrir como eso no entra en la cabeza de muchas personas. El médico, el pediatra, se preocupa porque esa es parte de su trabajo. Somos conscientes de que nos enfrentamos a la enfermedad pero no olvidamos que siempre hay un enfermo que la padece. Cuando pasa algo así no sólo lo pasamos mál, no sólo nos implicamos, sino que llegamos a sufrir la culpa en muchas de sus formas posibles. No tenemos derecho a equivocarnos y de algún modo lo asumimos... comprendemos el dolor, la rabia y la impotencia que de esto se deriva. Comprendemos y sufrimos, aunque de no nos comprendan y de algún modo nos sufran.
Gonzalo, comparto muchos de tus sentimientos.
A mi me costó mucho aceptar la muerte, ahora pienso en ella con frecuencia, sin muerte no sería posible la vida, son caras de la misma moneda.
Aun así para una madre, también para un padre, la muerte de un hijo es peor que su propia muerte.
Gonzalo, gracias por tu testimonio.Catalina.Rezo por Ximo.Borró mi comentario de su blog.Esí es la red.Inhumana.Cada uno va a su bola.Menos mal que el Señor si que está a por todos...hasta a por Ximo, aunque el no quiera.Me gustaría un comentario en mi blog ó un e-mail tuyo, por favor.Gracias por todo, catalina
Este post, tal y como está escrito, debería estar publicado en todas las salas de urgencias del mundo. Debería ser leído por todos los padres que esperan su turno. Sólo hay dos culpables de que exista la muerte, el espermatozoide y el óvulo que deciden encontrarse para formar una nueva vida, desde siempre, caduca. No he dudado nunca de tu buena capacidad como médico y educador. Ahora ya te consagro como escritor que sabe transmitir lo que siente. ¿Qué será lo siguiente?
Un fuerte abrazo Gonzalo.
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