El otro día escucho desde el box (ese espacio en el que pasamos tantas horas viendo a los niños que acuden a urgencias) a una madre pegar unos gritos e improperios descomunales porque llevaba una hora esperando en la sala de espera. Ante las razones que le daba la enfermera de que los pediatras estábamos liados, que se había puesto enfermo un niño en la planta, la madre decía algo así como: "pero a mí lo que me importa es mi hijo, y no hay derecho a que todavía no le hayan visto, porque esto no es un servicio de urgencias, bla, bla, bla". Yo no recuerdo que dijera ninguna palabrota, pero sí que el tono de su voz me hizo presagiar lo peor: habíamos dejado en la sala de espera durante una hora a un niño que en menos de cinco minutos desde que llegó a la urgencia había sido valorado por una enfermera, pero que seguro había hecho una sepsis fulminante. Miré a mi derecha, a lo lejos vislumbré el cuarto de parada. Seguro que tendríamos que llevarlo allí, si es que no habíamos llegado ya demasiado tarde... Con cierto temblor en la voz hago pasar al paciente. Cuál es mi sorpresa cuando veo caminando por su propio pie a un niño de siete años, con una sonrisa en la boca, buen color de piel... Vamos, que hasta el frutero habría adivinado que ese niño no estaba grave.
Entonces es cuando tienes dos opciones: hacer que la madre se ponga roja de vergüenza por esos gritos ante un hijo que al lado del niño de la planta estaba como una rosa verbenera, o callarte como un capullo, porque bastante hay que lidiar en las guardias como para no salvaguardar las coronarias por tonterías. Por supuesto elegí la opción "b", pero no me resistía a contarlo aquí. Se fue silbando bajito...
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